Leo en la prensa que "La Fundación Acciona dota de electricidad asequible a una de las zonas más empobrecidas de Perú: Cajamarca" e inevitablemente mi mente vuela... porque yo conozco muy bien Cajamarca. Una ciudad intensa que preside uno de los departamentos más pobres, encajada entre los Andes y tan alejada del resto del país que sus gentes se encuentren solas:
“Nos hemos dirigido a la base de la pirámide. Una parte de la población que nunca va a tener acceso a servicios básicos como a la electricidad o el suministro saludable de agua, una región a la que no llega el Estado ni las empresas porque no hay negocio”.
Y siento regocijo y orgullo de que las empresas algunas veces hagan tan bien las cosas. Así sí...
Y estando en esto, de entre todos mis recuerdos cajamarquinos me asalta uno especialmente bello que quisiera que siempre me acompañase pero que hasta ahora creo que nunca os lo había contado:
Resulta que hace años, en una fría y húmeda mañana, poco después del amanecer, salí desde mi hotel a vagar por las calles dirigiéndome sin prisa hacia la Plaza de Armas. Y en algún rincón, una viejecita vendía frutitas de aguaymanto (unas sabrosas bolitas naranjas también llamadas uchuva) y le compré una bolsita. Había llovido esa noche y el cielo estaba límpido. Seguramente debía ser domingo porque las calles estaban desérticas y al llegar a su imponente Plaza, me sorprendió comprobar que estaba completamente vacía. Algo insólito.
Recuerdo muy bien que me dirigí lentamente a la zona central, lleno de paz e impregnando mis sentidos de todas las sensaciones que me ofrecía la mañana en aquel bello lugar. Y en un momento dado, justo cuando iba sentarme en un banco llevándome a la boca la primera de las bolitas de aguaymanto, pasó junto a mí con sus bártulos una barrendera, pertrechada en un recio uniforme amarillo. Y yo tuve un gesto reflejo y ofrecí aquel primer fruto a aquella mujer diciéndole de repente:
"Señora, ¿Quiere?"
Y ella, sorprendida, levantó su mirada, y con mucha parsimonia primero dejó su cubo y escoba en el suelo, y después fue quitándose los guantes de lona amarilla... mientras me miraba sorprendida. Y en silencio alargó su mano ya despojada en la que yo deposité media docena de aquellos frutillos. Y ya, cuando menos lo esperaba, con una gran dignidad me dijo:
"Nunca me habían ofrecido nada"
Se las comió en silencio, volvió a ponerse aquellos guantes y siguió barriendo... mientras que yo me quedé sobrecogido por aquello que acababa de vivir.
Por eso hoy, me siento especialmente reconfortado de que la responsabilidad social de una empresa, española además, haya llevado la luz de la esperanza a algunos miles de hogares perdidos en las montañas de Los Andes.