Ahora que el frío vuelve a arreciar, es un momento muy propicio (como cualquier otro, claro) para refugiarse en “el calor del hogar”, ese que no entiende de chimeneas, de leña o de radiadores y si de compañía, de afectos y de recuerdos. Sobre todo, de recuerdos, sí. De esos que sientes que viviste con alguna de esas personas maravillosas que siempre tendrán un hueco en lo más profundo de tu ser. Esos seres que siempre te acompañan porque en realidad nunca se fueron del todo.
Y uno de esos recuerdos tiene que ver con el Jueves Santo, porque a mi madre, que nunca tenía descanso a la hora de sembrar armonía entre toda la familia, le encantaba recordarnos que era el “día del amor fraterno” … y de entre las muchas maneras que tenía para hacernos sentir ese “calorcito”, hoy os voy a hablar de las famosas “natillas de la abuela Maricarmen” …
Y es que con la llegada de la Semana Santa mi madre sacaba de la alhacena el perol de cobre y se afanaba en cocinarlas para todos nosotros… diez hijos, que con las nueras, yernos y nietos éramos en realidad todo un destacamento deseoso de comerlas como cada año. Pero no solo para su familia más directa, ya que nunca faltaron para la tía Carmela, para el Tío Pepeluis y las tías Encarnita, Mariateresa y Sole, para Mariluz (la del Spar San José), la vecina Encarnita, los consuegros, los Hermanos Fosores del Cementerio, el Sr. Obispo…
Yo siempre quise conservar aquel perol de cobre, como lo más preciado de mis pertenencias, porque sabía bien que era mucho más que un vistoso utensilio de cocina, al evocar como ningún otro a una persona tan sencilla, generosa, valiente y alegre como era mi madre. La Abuela Maricarmen, como la llamábamos todos.
Y como ya llevábamos dos años sin ese maravilloso ritual culinario y fraternal, a la cosa había que ponerle remedio… Así que, con la ayuda de mi hermana Maite (que encarna maravillosamente las virtudes de “la abuela”) hoy nos hemos puesto manos a la obra: Hemos rescatado la receta, desempolvado el perol y, con mucha paciencia y con la alegría que flotaba en el ambiente de su cocina, hemos pasado una mañana de lo lindo:
- Han sido 36 huevos, cinco litros de leche, 90 gramos de almidón de maíz, la cáscara de una hermosa naranja, unos palos de canela, 900 gramos de azúcar…
- Primero hemos separado las claras de los huevos para batirlas a punto de nieve, espolvorearlas en ese momento con un poquito de azúcar y cocerlas a cucharadas, y por ambas caras, en leche muy caliente… y las fuimos depositando en sus fuentes respectivas (una para cada hermano).
- Y aparte, hemos batido las yemas con un poco de leche; diluido el azúcar en leche también; integrado el almidón y pasado todo ello por un colador hacia el perol de cobre, tan brillante.
- Y ya, con mucha paciencia, a cocer las natillas a fuego medio removiendo constantemente con una cuchara de palo y siempre en la misma dirección… hasta que ya tomaron cuerpo y espesaron.
- Y, por último, las fuimos depositando en cada una de las fuentes, sobre las claras de huevo cocidas, con unas sonrisas y un gozo digno de las grandes ocasiones…
Han salido ricas… muy ricas, más bien. Ha sido además una bella mañana en la que alguien volaba entre nosotros supervisando la faena y feliz de que hayamos tomado el testigo… Porque al hacer las natillas de la abuela Maricarmen, también la estábamos recordando a ella (y al abuelo) y también escuchábamos, como cada año, aunque esta vez en el corazón, que no hay mejor tesoro que tener muchos hermanos… o lo que es lo mismo, que nos prodiguemos en mimar a la familia y a las personas queridas, y decirles, aunque sea con un cuenco de natillas, lo importantes que son para nosotros…
Y lo he decidido, como yo soy el depositario del perol de cobre, cada año haré las natillas de la abuela en la casa de uno de los hermanos… (Y creo que el año que viene visitaré por estas fechas la casa de Rafa y mi cuñada Paqui).