Hace tres años, encontrándome en Bogotá, viví una bella historia que la construimos Mary y yo de la nada… con apenas ingredientes, salvo el respeto mutuo. Veréis:
Esa mañana fui a una conocida cafetería, con tintes internacionales. Y tras hacer cola, me atendió una chica grandota, como sus ojos, con un abundante cabello negro y cuya piel era del color del caramelo tostado más unos toques de miel.
Mientras que me atendía, siguiendo mi costumbre, busqué su nombre en el cartelito que llevaba pillado en el delantal con un alfiler y, claro, como no me se estar callado, le improvisé mi saludo:
“Mary, ¿Sabes que mi madre y todas mis hermanas se llaman como tú?: María del Carmen, María Rosa, María Teresa, María Inés… “
Y, como era de esperar, a ella le hizo gracia.
Pasados unos minutos, cuando fui a recoger mi pedido, ella había garabateado en mi vaso una frase que nunca olvidaré:
“Juan Carlos, qué linda sonrisa”
Yo le regalé mi sonrisa y ella me regaló la suya…