Al llegar cada mes de agosto en el frigorífico de mi casa siempre había una fuente de higos ya pelados que iba menguando cada vez que cualquiera de nuestra familia pasaba por la cocina… No estaban preparados para el postre, ni mucho menos, porque su función era simple y llanamente esa, la de hacernos pasar de vez en cuando por allí, sonreír y comer uno (o dos) de aquellos manjares.
Era un verdadero deleite encontrarlos ya preparados, tan fresquitos, conformando una mágica pirámide de tonos pálidos y sonrosados, listos para ser comidos una y otra vez… porque, milagrosamente, aunque éramos muchos en nuestra familia, lo frecuente era que en aquella fuente siempre hubiera higos pelados.
Yo he heredado esa bella costumbre familiar y por eso cada verano disfruto yendo a cogerlos a la higuera para pelarlos a continuación, sin prisa, rememorando aquellos sabores y aquellas risas de mi juventud, y con ellas a mi madre, a través de esta mágica manera que ella se inventó ¿o heredó? de sembrar afecto en silencio.
Por eso, cuando ayer tarde me acerqué a la higuera por primera vez en este verano y posteriormente me senté a prepararlos, la evoqué y le sonreí con cada una de las peladuras que fui realizando, agradecido de sus enseñanzas, siempre llenas de afecto y de ternura.