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Cuando en España visitamos una ciudad de cierta relevancia, una de las opciones más atractivas para acercarnos a su historia, su cultura y sus tradiciones suele ser visitar su Museo Arqueológico provincial. Como generalmente está emplazado en uno de los edificios más relevantes de la ciudad, al tiempo que recorres las dependencias de ese antiguo palacio, convento, templo o fábrica, podrás acercarte de una manera didáctica y divertida a los avatares que allí acaecieron a lo largo de los siglos, mientras visualizas todo tipo de elementos de la cultura material local que allí se exponen tras haber sido recuperados o donados.

Este tipo de museos tienen su origen en una iniciativa de aquellas Comisiones Provinciales de Monumentos que, a finales del siglo XIX, fueron recopilando los principales objetos muebles cuya seguridad obviamente peligraba, ademá de que, desde entonces, vienen recogiendo para su estudio y custodia todos los restos arqueológicos hallados en el territorio provincial. Pero lo que se suele exponer allí, también es el fruto de la colaboración altruista de los particulares, y así se han ido impulsando depósitos, donaciones y legados con piezas de todo tipo.

Como cada uno tiene sus preferencias, a mí lo que me atrae es poder transportarme en apenas un par de horas a los modos de vida ancestrales, con sus usos y costumbres… Cómo nació, sobrevivió, convivió con su entorno, soñó y murió el hombre en aquellas épocas tan lejanas del paleolítico, por ejemplo. Y poder acercarte también a la evolución de tales costumbres y usos al visualizar los vestigios de las diferentes culturas que habitaron por esas tierras (íberas, romanas, bizantinas, hispanomusulmanas…). O cómo los poblados fueron tornándose en pequeñas ciudades, primero fortificadas, y más tarde abriéndose al comercio con la creación de lonjas, plazas porticadas, o puentes en los accesos a cada urbe. Y cómo también los poderosos, cuyo reino estaba en la tierra o más allá en los cielos, siempre iban dejando su impronta en el arte y en los símbolos… 

Por eso, poder acercarte a la intimidad de un enterramiento milenario, leer las inscripciones de un sarcófago o de una estela conmemorativa, deleitarte con las monedas que allí se acuñaron, o adivinar los rituales de cada época a través de sencillos objetos cotidianos –aretes, vasijas, utensilios, alfileres…- te invita a soñar, y a reconocerte a ti y a tu generación como simples continuadores de la cultura y los conocimientos que la humanidad ha ido acopiando y depurando a lo largo de los tiempos.

Aunque, tengo que reconocer, que mi principal debilidad la constituyen las salas dedicadas a la denominada “cultura tradicional”. Esa que refleja las artes, costumbres y actividades populares ya desaparecidas o en vías de extinción: artesas, alforjas, molinos, caleras, utensilios de labranza, ropajes, vajillas, arados, trillos, queseras, hornos…

Pero hoy, ya que estamos metidos en harina, quisiera resaltar también esa feliz estrategia que se suele dar en los museos locales de vincular la adecuada conservación y reutilización de edificios históricos con su destino para fines culturales, y por tanto abiertos al público en general. Porque la maravillosa arquitectura de esos  antiguos templos, casas solariegas, pósitos, cuarteles o palacetes, por ejemplo, suele ser tan versatil que se nos presenta así transformada en maravillosos contenedores para estos fines didácticos y culturales, al tiempo de que ayudarán a contextualizar, como ningunos otros edificios, la historia del lugar.

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Y en dicho sentido quiero hablaros, para finalizar mi reflexión de hoy, de una agradable sorpresa que descubrí en mi reciente visita a Ávila. Me estoy refiriendo a la Iglesia de Santo Tomé el Viejo, ahora convertida en “almacén visitable” del Museo de Ávila. Se trata de una fantástica iniciativa integrada en la red de Museos de Castilla y León a través de la cual este templo románico del siglo XII ha cobrado vida una vez más para aunar de manera exquisita dos funciones museográficas -almacenamiento y exposición- que hasta no hace mucho tiempo eran entendidas como contrapuestas. Así pues, se “posibilita el acercamiento general a unos importantes fondos que debido a sus dimensiones y por razones de infraestructura, se conservan adecuadamente en este espacio… cuyas características podrían corresponder a lo que se conoce como museo lapidario” (según reza el prospecto).

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¡Ay! ¡Cuántas ciudades que yo me sé tienen edificios maravillosos vacíos y ajados a la espera de que el tiempo o la inteligencia decidan su destino… mientras dichas ciudades, con sus gentes, van a su vez vaciándose y ajándose por la desidia, la apatía, la falta de inicativas, o el abandono de unos y otros!

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