Buenos días queridos amigos de La Ciudad Comprometida. Al fin llegó el otoño con sus particulares frutos (almendras, nueces, castañas, azofaifas, o membrillos) que nos evocan sabores añejos rabiosamente auténticos…porque, ¿cómo si no, podríamos calificar al ácido dulzor de las acerolas?
Y debe ser por el recién llegado frío de la mañana que, mientras apuro un café, la mente se me está yendo a una pequeña ciudad del interior en la que, muchos años atrás, pude comprobar en carne propia lo importante que puede ser que los profesionales no solo tengamos las ideas claras, sino que las llevemos a cabo con determinación… porque no es indiferente implicarse o no. Desde luego que no.
Veréis. Hace ya una veintena de años, tras un laborioso y generoso trabajo de negociación, el ayuntamiento de una orgullosa ciudad firmó un convenio con la Iglesia Católica por el cual se le cedía para fines culturales un antiguo templo, en estado más que ruinoso, ubicado en el corazón de la ciudad. Y tan feliz acontecimiento dio lugar a la pronta aprobación de una “Escuela-Taller” para su rehabilitación integral.
Tuve el honor de realizar aquel proyecto, primero, y de dirigir, después, aquellas difíciles obras que tenían mucho de desescombro, y bastante de revitalización de aquel edifico histórico. Lo que parecía un acto de pura fe, ya que ni los medios, ni la pericia de los alumnos/obreros, ni la predisposición municipal invitaban a grandes alharacas…
Pero yo tenía claro, muy claro, que aquellos muros semiderruidos aún rezumaban parte de la historia local y bajo ningún concepto debía acceder a la tabla rasa a la que me invitaba (o provocaba más bien) el oficial encargado de las obras con la complicidad municipal… Como también sentía que en esa ocasión mi responsabilidad no era la de diseñar un bello edificio (ya que para eso la vida ya me ofrecería nuevas ocasiones en nuevos lugares) sino la de devolverle la vida a aquella ruina y extraerle todo lo mucho que aún podría narrarnos de su pasado.
Por eso cada piedra, cada muro o cada revoco conservado y restaurado eran verdaderos triunfos, ya que siempre tenía en mi contra la amenaza y el discurso sencillo de que era mucho más fácil y más económico demoler y reconstruir…
Y así andaba la obra hasta que, en una ocasión dada, en el arranque de una bóveda aparecieron unas policromías que a mí se me antojaron como un bello tesoro y a los gestores de la Escuela Taller como un serio inconveniente. Y, claro, no bastaron mis órdenes tajantes porque a la primera ocasión que tuvieron empezaron a “picarlas” para evitar las costosas tareas de restauración…
Fue necesaria toda mi determinación y osadía para que las pinturas y la cultura ganasen aquel pulso cateto y absurdo… y aunque con mayor esfuerzo del previsto, unos meses después fue inaugurado aquel centro cultural que supuso, o eso quiero pensar yo, un antes y un después para aquella ciudad en la consideración y el respeto hacia el patrimonio, y en la puesta en marcha de políticas de rehabilitación…
Aquí os dejo algunas imágenes del edificio ya remozado… para que reflexionemos sobre la importancia de poder saber en cada momento lo que corresponde hacer…
¡Buena semana!
Estado final del Templo del Convento de Sto. Domingo
Pintura hallada en el Templo del Convento de Sto. Domingo
Interior del Templo del Convento de Sto. Domingo
Portada del Templo del Convento de Sto. Domingo