Si nos detenemos a pensar, pareciera que la sociedad actual recorre desbocada el tiempo que le ha tocado vivir. Y es que verdaderamente produce vértigo la toma de conciencia de que el hombre, que ahora más que nunca posee la tremenda capacidad transformadora que le posibilitan la tecnología y el conocimiento, vive con tal velocidad tantos acontecimientos que no le es fácil, las más de las veces, asimilar la trascendencia de los cambios que propicia ya que otros nuevos cambios vuelven a llegar enseguida… O la certeza de que los centros de toma de decisiones pareciera que cada vez son más difusos... O que los ciudadanos, e incluso las instituciones, somos prisioneros de un sistema global del que nos sentimos más alejados que nunca.
Además de que en este discurrir tan acelerado suelen pesar mucho más los números que las cualidades; los resultados que las virtudes; la riqueza que la prosperidad; la autonomía que la armonía; la amenaza que la concordia; lo mío o lo nuestro que lo común; lo inmediato que lo maduro; o el presente que la memoria… Olvidándonos de manera tozuda que todo lo bueno y sin duda todo lo mejor lo fuimos labrando a través de miles de puntadas hilvanadas en centenares de generaciones. Porque todo lo que es, es por lo que ha sido.
Y con este devenir quizás olvidamos que en todas las ciudades hay huellas hermosas de su pasado que nos narran logros colectivos que debiéramos perpetuar. Sean grandes monumentos, joyas de la arquitectura, tipologías de una época, o tramas que nos reflejan modos de vida ancestrales cuya escala, morfología y sistemas constructivos están llenos de belleza y que configuran paisajes urbanos llenos de significado y de historia colectiva. Pero cuyos valores y cuya armonía lamentablemente pesan muy poco, o no lo suficiente, en la sociedad actual, que tantas veces pareciera que los ha abandonado a su suerte.
Como también olvidamos que los paisajes rurales que hay más allá de las urbes, encierran toda la sabiduría que el hombre ha ido adquiriendo a lo largo de su historia. De modo que lo natural y lo naturalizado dialogan desde el respeto y el equilibrio, en una ecuación maravillosa que ahora llamamos pomposamente sostenibilidad… Y se me vienen a la mente lugares en los que su paisaje y los elementos que lo conforman - arroyos y barrancos, vegetación, relieves, bancales agrícolas, construcciones rurales y núcleos de población- constituyen un bien colectivo que sintetiza a la perfección los tesoros naturales y culturales de los que gozan… Y sin embargo, sea por falta de criterios o por falta de compromiso, hoy caminamos mucho más por la senda de la ruptura que de la integración.
Por eso todas las voces serán pocas a la hora de reivindicar que nuestras ciudades y territorios deban desarrollarse de manera comprometida. Y para ello se hace imprescindible adelantarnos a los acontecimientos y planificar las actuaciones como instrumento para garantizar la sostenibilidad ambiental, social, económica y también cultural de nuestros entornos. Estableciendo los mecanismos necesarios que permitan que el desarrollo pretendido pueda realizarse utilizando racionalmente los recursos territoriales, sin esquilmarlos, y protegiendo el patrimonio cultural y natural como herencia recibida de nuestros antecesores, que deberá ser legada sin excusas y con la mejor salud a las generaciones futuras.
(Esta reflexión de hoy quisiera que fuese una aportación de La Ciudad Comprometida a la Fundación SAVIA y a su inciativa marvillosa denominada DEFENSORES DE LAS GENERACIONES FUTURAS)