Hace unos días le prometí a mi buen amigo Roberto, lector incondicional de este blog, que os narraría alguna otra de mis andanzas de este verano, ensortijando pueblos y aldeas. Así que me pongo manos a la obra antes de que los recuerdos, con sus emociones, se me vayan disipando, a sabiendas de que lo más importante no serán los detalles que os cuente sino mostraros una manera bien diferente de conocer un lugar. Y también una manera diferente de vivir el día a día… Veréis.
En esta ocasión os voy a contar algunas de mis vivencias al recorrer el Camino Lebaniego, que une en tres etapas a las ciudades de San Vicente de la Barquera, una bellísima ciudad monumental jalonada de espectaculares playas, y Potes, incluido en el selecto grupo de “los pueblos más bellos de España”, ubicado ya en pleno corazón de las montañas cántabras, para llegar finalmente hasta el Monasterio de Santo Toribio de Liébana, uno de los lugares católicos más relevantes de Europa, ya que según la tradición allí se encuentra el “Lignum Crucis” (el trozo más grande que existe de la cruz de Jesús).
Este “camino” decidí realizarlo justo al concluir con un grupo de amigos una travesía integral por el corazón del PN de los Picos de Europa (“Travesera”), ya que antes de volver a Andalucía quería regalarme unos días de andanzas algo más reposadas y sobre todo mucho más cercanas a los pueblitos y a la gente, aprovechando que uno de mis mejores amigos (José María) vive en “SanVicen”, y me podría prestar una ayuda logística que me sería bastante útil.
Me despedí de mi amigo a las afueras de la ciudad y recuerdo con emoción contenida la belleza de este primer tramo, bastante alomado, desde donde pude admirar el mejor sky line de los Picos de Europa, que ya lo tuve de telón de fondo hasta que me adentré en la ribera del Nansa, uno de los ríos salmoneros del norte más famosos. En realidad apenas me había documentado sobre los lugares que recorrería, salvo algunas llamadas a los albergues municipales de fin de etapa, por lo que fue un verdadero regalo para mis sentidos descubrir el maravilloso sendero fluvial que recorre este caudaloso río por su margen derecha. Fue, por tanto sin lugar a duda, el regalo que más ansiaba ya que me permitió gozar sin prisa de las múltiples caricias con las que la naturaleza puede sonreírte en un espacio natural. Por eso no fue ninguna sorpresa que me cruzase con otros senderistas de todas las edades que habían elegido este bello paraje para disfrutar de la mañana. Imaginaréis que con cada uno de ellos compartí algunas palabras, y estoy seguro que todos ellos adivinaron mi euforia apenas contenida.
Me divirtió mucho cuando ya entrada la mañana, entretenido al observar la arquitectura de un caserío, me asaltaron unas chiquillas encantadoras que me vendieron un tarro de mermelada de pera, y también me regalaron su alegría de vivir. Me regalé unos momentos de descanso (y de condumio) en la plazuela de Cabanzón, una aldea maravillosa, para proseguir enseguida con un ritmo endiablado hasta el final de etapa en Cades, temeroso de una tormenta que felizmente no me alcanzó por los senderos.
Allí conocí a Érika, la hospitalera del albergue. Ella me compartió su dolor por la inesperada enfermedad de su perra, y yo le regalé un poco de la luminosidad de las sonrisas del sur.
Para los dos días restantes se me unió mi querido amigo Carlos, que viajó para ello desde León, y vivimos horas de buena charla a pesar de que las trochas fueron bien empinadas. Detrás de cada bosque nos esperaba un pueblito, y en cada uno de ellos una anécdota, un chascarrillo o un rincón sorprendente.
En la segunda etapa, tras coronar un exigente puerto nos esperaba un cómodo sendero que nos llevó hasta las puertas de Cicera, una bellísima aldea muy orgullosa de su arquitectura, de sus costumbres, de su apego a la montaña y de su historia. Allí saboreamos la cerveza más fría y también “sufrimos” las penurias de un albergue bastante precario… pero ¡Pelillos a la mar!
Y ya, para el tercer y último día, nos esperaba la etapa más larga y también la más exigente. Partimos entre luces para recorrer en silencio, sobrecogidos por su belleza, un sendero ascendente por un denso bosque de hayas y castaños. Con la llegada de los primeros rayos de luz se inició el descenso hacia Lebeña, con su extraordinaria iglesia mozárabe. Como el día estaba húmedo no nos quisimos aventurar por la resbaladiza cornisa de la Cerrada de Hermida y vadeamos las montañas recorriendo un rosario de pueblitos que parecían ajenos al mundanal ruido de la vida contemporánea.
De todos es sabido que una escarchada cerveza es extraordinaria reponedora de fuerzas así que en cuanto llegamos a la carretera, ya en pleno valle del Río Deva, y al primer bar… pues eso.
De ahí hasta Potes primero y tras una dura ascensión final hasta el Monasterio de Santo Toribio, ya fue un apretar los dientes y darle duro, duro. A sabiendas de que la recompensa sería también grande, grande… como así fue.
Tras hacer senderismo por varios días os puedo decir que pude conocer lugares a los que el asfalto o el navegador nunca me habrían llevado, en los que pude apreciar la viveza de costumbres y modos de vida muy arraigados con el lugar. Donde sus gentes me recibieron entre sorprendidas y agradecidas por la visita.
Y ya en clave personal, pude acompasar por unos días mi ritmo vital a lo que te va ofreciendo el “camino”, esto es, la vida misma. Donde la mayor parte de nuestro “equipaje” se nos antojará superfluo y descubrirnos que podemos ser en realidad mucho más sencillos de lo que aparentamos, o de lo que somos.
Un regalo que creo que todos nos merecemos que se prodigue de cuando en vez… ¡Os lo recomiendo!